viernes, 5 de diciembre de 2014

¿A alguien le importaría dejar de llamarme por mi nombre?

He de confesar que tengo pérdidas dispares de identidad:
A veces el tomate me sabe a fresco y a veces odio respirar por encima del agua.
Otras veces encuentro mi madriguera en un hostal, donde jamás podría administrar mi cordura.
El concepto se vuelve insano y me tira del pelo. Me recorta las pestañas jugando a que son mi papel.
A que mi papel es ponerme delante de toda ese concepto inadecuado de existencia y actuar como si no fuera un holograma de lo que quiero ser; normas ortográficas, normas de tráfico, la ley ordinaria y todos esos deseos de comprender, de actuar comprendiendo lo inexistente. Coloreamos lo invisible para convencernos de una realidad tan abstracta como improvisación dramática.
Jugamos a discutir nuestra creación, nuestra coexistencia por defecto. Dueños supremos de la mentira de vivir, de la ganancia efímera. Solemos caminar por la calle mirando al suelo, contando los pasos que nos alejan de la certeza de que no somos.

- Yo soy. Yo soy porque yo como, bebo, beso.

Bobo. La necesidad nos reafirma en esta matemática de la vida, en esta incoherencia de repetir palabras, expresiones, de usar las letras que encajen con ese corto cinematográfico que trata de un caracol que estornuda. Es divertido, porque nos convencemos de la climatología del entorno del molusco, que ni siquiera es un caracol, y su estornudo es sólo una actuación para plasmar una realidad que nunca es tan concreta como narramos.
Así me siento, en el precipicio, colgando las piernas. Mirando la gente pasarme por encima para saltar. Escuchando como no saben, cómo solo sufren sensaciones y experiencias, cómo la frustración sale de nuestra piel para alimentarse de nuestra carne putrefacta. Facta, facta, facta.
Es que estas luchas sin gong son muy tristes, porque nadie sabe cuando toca aplaudir. Es que me veo en medio de la oscuridad blanca. Veo cómo os acostáis con vuestra propia soledad y por la mañana le pedís que se vista de novela romántica. Me pido a gritos no dejarme acompañar por el absoluto. Comprendo mi incomprensión. Susurro que mañana, mañana puede ser el día, que ayer no estuvo tan mal, y que hoy vamos a aprender.
Mi secuestrador ha decidido desatarme, el amor ha decidido que ya es hora de ser autosuficiente. Padezco un horrible síndrome de estocolmo al sentirme parte de algo tan real como el pasado. No quiero salir de esta casa, quiero ser explotada por la dulzura del sentimiento.
Tanteo la corteza terrestre, el magma de lo que no es. Los estudios superiores de cultura y compresión banal, espiritual, intransigente.
JAZZ desordenado. Cabellos engominados. Unas manos que moldean la duda epíteta del hombre. Torpes. Torpes engreídos que levantan la cabeza. Que no tienen cosquillas pero son quisquillosos. Vértigo de todo, ancla ausente. Las posibles vidas de la reina en la jugada de ajedrez.
Doctor, la hemos perdido. ¿Cómo decías que te llamabas?

Ay, ya no lo sé.

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