miércoles, 24 de julio de 2013

Frank R. Stockton - La dama o el tigre.

Se dice que en la remota antigüedad vivió un rey semi-bárbaro que administraba justicia de un modo a la vez espectacular y caprichoso. Para castigar los delitos especialmente graves había imaginado una singular ordalía. El acusado era conducido cierto día señalado a la arena de un circo en cuyas gradas se encontraba reunido todo el pueblo. Ante él había dos puertas. Tras una de ellas aguardaba un tigre hambriento, el más fiero que se había podido conseguir para la ocasión; tras la otra estaba una hermosa doncella, atractiva y virginal. Sólo el rey conocía al inquilino que aguardaba en cada puerta. El reo debía elegir forzosa e inmediatamente una u otra de ellas: en ambos casos, su suerte estaba echada. Si aparecía la fiera, moría destrozado en pocos segundos; si salía la dama, debía desposarla sin dilación y con la mayor pompa, apadrinado por el propio monarca, derogándose cualquier matrimonio o compromiso que pudiera antes haber contraído.
En cierta ocasión, un criminal estaba acusado de un delito especialmente grave. Siendo un simple plebeyo, se había atrevido a cortejar en secreto a la hija única del rey y ésta había correspondido apasionada y clandestinamente a su amor. Se revisaron todas las jaulas de los tigres del reino, para elegir entre las bestias más salvajes y crueles al más feroz de los monstruos; los jueces más competentes examinaron las huestes de doncellas jóvenes y hermosas de todo el país para proporcionar al joven una novia apropiada, en caso de que el azar no le otorgara un destino diferente.  
Llegó el día fijado y todo estaba listo. Se dio la señal. Una puerta se abrió debajo de la asamblea real, y el amado de la princesa entró a la arena. 
Mientras el joven avanzaba por la arena, se dio vuelta, como era la costumbre, para saludar al rey; pero él no pensaba en el real personaje: sus ojos se fijaron en la princesa, sentada a la derecha de su padre. 

Desde el instante del decreto que decidía el juicio de su enamorado en el circo real no había pensado, ni de noche ni de día, sino en este gran acontecimiento y las diversas circunstancias que lo rodeaban. Consiguió lo que nadie había logrado antes: poseer el secreto de las puertas. Sabía en cuál de los dos recintos estaba la jaula abierta del tigre y en cuál esperaba la dama. 
Y no sólo sabía en cuál recinto estaba la dama lista, sino que también sabía quién era ella. Era una de las más hermosas y encantadoras doncellas de la corte, elegida para recompensar al joven acusado si llegaba a demostrar que era inocente del crimen de pretender a una persona de tan elevada situación; y la princesa la odiaba. Muchas veces le había parecido que los ojos de ella se detenían en el rostro de su amado y que esas miradas eran advertidas y correspondidas. De vez en cuando los había visto conversando juntos; sólo durante uno o dos minutos, pero mucho puede decirse aun en tan breve lapso. Quizás hablaran sobre temas sin ninguna importancia, mas, ¿cómo saberlo? La muchacha era encantadora, pero se había atrevido a levantar sus ojos hasta el elegido de la princesa; y, con toda la intensidad de su sangre salvaje, ella odiaba a esa mujer que temblaba ruborosa detrás de esa silenciosa puerta.
Cuando el joven se dio vuelta y sus ojos se encontraron con los ojos de la princesa, allí sentada, más pálida y más blanca que ninguna, entre el océano de caras ansiosas que la rodeaba. La única esperanza cierta del acusado era la posibilidad de que la princesa descubriera el misterio; y en el instante de mirarla comprendió que ella lo había descubierto, como su espíritu en el fondo suponía.
Entonces, con una mirada rápida y ansiosa, preguntó:“¿Cuál?”
Ella lo comprendió tan claramente como si se lo hubiera gritado. Levantó la mano e hizo un leve y rápido movimiento hacia la derecha. Sólo su amado lo vio. Todos los ojos, excepto los suyos, estaban fijos sobre el hombre de la arena.
Él se dio vuelta, y con paso firme y rápido cruzó el espacio vacío. Todos los corazones cesaron de latir, todas las respiraciones se contuvieron, todos los ojos se inmovilizaron y se clavaron en el hombre. Sin la menor vacilación, él se acercó a la puerta de la derecha y la abrió.

¿Salió el tigre por esa puerta, o salió la doncella? Este es el nudo de la historia.
Mientras más lo pensamos, más difícil nos parece la respuesta. Tiene implícito un estudio del corazón humano que nos llevaría a través de complicados laberintos pasionales, de donde es muy difícil salir. Piénsenlo bien, queridos lectores, no como si la decisión dependiera de ustedes mismos, sino de esa apasionada princesa, con su alma debatiéndose entre los dos ruegos combinados de la desesperación y de los celos. Ella ya lo había perdido: ¿quién lo poseería ahora?
¡Cuántas veces, en sus horas de vigilia, un salvaje horror la había consumido! ¡Y cuántas veces se había cubierto el rostro con las manos, al imaginar que su amado abría la puerta donde las crueles garras del tigre lo esperaban!
Pero ¡cuántas veces más, en esas mismas horas de vigilia, había soñado, casi vivido, que su amado se encontraba en la otra puerta! Y en esos dolientes ensueños, ¡cómo había apretado los dientes, y se había tirado el cabello, al vislumbrar su gesto de deleite al abrir la puerta y encontrarse con la bella muchacha! ¡En qué agonía se había encendido su alma, cuando lo veía precipitarse hacia esa mujer, con las mejillas ardientes y los ojos brillantes de triunfo; cuando lo veía conducirla del brazo, con todo el cuerpo enardecido por la alegría de la multitud, y el loco repiqueteo de las campanas felices; cuando veía al ministro acercarse con su séquito jovial hasta la pareja y convertirlos en marido y mujer ante sus propios ojos; y cuando los veía alejarse, juntos, sobre un camino de flores, perseguidos por los alaridos tremendos de la alegre multitud, donde su solitario grito de desesperación se perdía y naufragaba!
¿No sería mejor que él muriera al instante, y fuera a esperarla en la eternidad?
¡Y, sin embargo, ese horrendo tigre, esos gritos, esa sangre!
Su decisión había sido tomada en un instante, pero sólo después de noches y días de angustiosa meditación. Ella sabía que él preguntaría, había decidido su respuesta y, sin la menor vacilación, había movido su mano hacia la derecha.
Este asunto de su decisión no puede ser encarado con ninguna ligereza, y no tengo la pretensión de considerarme capaz de resolverlo. Y por lo tanto, lo dejo en las manos de los lectores: ¿Quién salió por la puerta abierta? ¿La dama o el tigre?



Cuando era pequeña leí este cuento y no me gustó. No lo comprendía y solía preguntarle a la gente qué final preferían ellos. "¿Y tú?" me preguntaban. Pero no lo sabía.
Habría sido bonito decir que quería que el hombre fuera feliz sin la princesa. Tan bonito como irreal. Pensaba que si de verdad la amaba, el muchacho elegiría la muerte antes de vivir haciendo daño a la persona que más quería en el mundo... Por otra parte si la princesa realmente lo amaba no dejaría que muriera. 
Ahora con diecisiete años, lo veo distinto. La princesa era como el tigre. Pero tenía en sus manos la felicidad del muchacho.

Aún así cabe preguntarse ¿Quién salió por la puerta abierta? 
¿La dama o el tigre?