miércoles, 2 de abril de 2014

Madurar





Aviso previo: Antes de leer esta entrada quiero que sepáis que no le he releído para corregirla, así que pido disculpas si hay faltas de expresión u ortografía. La verdad es que no pensaba escribirla, pero la vida pesada ha venido a pincharme y a decirme que la escriba, que necesito escribirla para quedarme tranquila y no he tenido más remedio que aceptarlo (ya sabéis que cuando no aceptas lo que la vida te propone te pega tortas hasta que haces lo que tienes que hacer). Aún así, espero que la disfrutéis, y si no la disfrutáis por lo menos que la viváis, que la sintáis, que comprendáis, que me odiéis, que me juzguéis, pero que me veais en estas palabras... 







Cuando pierdes la inocencia nada vuelve a ser lo mismo. Empiezas a tomar tus propias decisiones y ya no se trata de un juego de culpas. Ahora tú eres la causa y solución de tus problemas, ahora tu actitud es la que manda.

Nadie busca madurar. Para qué engañarnos. Ningún niño o adolescente se levanta una mañana pidiendo a gritos deshacerse de su inocencia como si de un juguete viejo se tratara. Pero madurar es tan triste como necesario. En ocasiones la vida te va poniendo situaciones que te quedan grandes, es como si te pidieran pegar un estirón y crecer. Por desgracia la vida no es como una prenda de ropa que se pueda descambiar y elegir una a tu medida. La vida es un regalo, se nos viene concedida sin siquiera merecerlo, no podemos ir por ahí haciendo el feo de ir descontentos con esta sorpresa. 

Nadie decide sus problemas, pero sí podemos decidir cómo afrontarlos, con la suficiente madurez como para agarrar con fuerza el manillar de tu vida y estrellarlo con la realidad o con la cobardía de ir pegando bandazos sin frenos, evitando cualquier obstáculo que te pare.
No te engañes más, tú eres quien quieres ser. Sí, es verdad que nuestro entorno nos define, pero ¿hasta donde? ¿hasta donde eres tus agentes externos? Es cierto que nuestra infancia es la etapa más importante, tanto que nos asienta las bases, pero llega un día en el que te das cuenta de que tus padres no son ese modelo tan perfecto que esperabas. Vaya, qué pena, entonces se te cae todo el imperio que tenías mágicamente montado en tu cabeza. Pero qué le vamos a hacer, ¡son humanos! No puedes dejar que todo eso te afecte, no puedes permitir que los defectos que te han educado sean para ti tus flaquezas, debes quedarte lo mejor. 
Todos hemos comprobado alguna vez en nuestra vida el rencor circular que se crea en algunas familias: abuelos que educan a sus hijos con absoluto control, y que hacen que esos hijos cuando sean padres den completa libertad a sus hijos, que a su vez se sienten abandonados y poco queridos y vuelven a educar a sus descendientes de manera tradicional. No. Me niego a seguir esta porquería, me niego a volver a cometer los mismos errores evitando otros. Me niego rotundamente a que me definan los fracasos de otros, y por supuesto me niego a que me definan mis propios fracasos.

Yo he venido aquí a crecer, y no me importa el precio, y no me importa caerme, hacerme heridas, arrastrarme o mutilar mis emociones, porque yo sé lo que quiero. No tengo culpa de que otros no sepan quienes son y lo que hacen, y aún así tengo que soportar las críticas de la envidia. Tengo que levantarme cada mañana con una sonrisa enorme y coger un metro y decir: ¡vaya, otro centímetro más, he vuelto a crecer! mientras otros esconden este regalo tan grande en el fondo del armario. 
Soy mis defectos y mis virtudes, y los llevo adelante como buenamente puedo, intentando mejorar siempre (por supuesto). Pero me parece algo tan triste que me engrandezcan los defectos para hacerme sentirme inferior. Me parece triste, me parece terrible, me duele enormemente tener que vivir con alguien que alimenta mis complejos y mis miedos. Pero os voy a decir algo: tengo más suerte que ninguno de vosotros. Y no, no estoy loca, porque ¿sabéis qué? ser feliz cuando lo tienes todo es muy fácil. Pero ver las carencias de tu vida y aceptarlas con el mayor amor posible, te llena. Saber disfrutar de mis monstruos, saber quererme tanto aún sabiendo que jamás llegaré a ser lo que los demás y lo que yo misma querría ser, y aún así seguir intentándolo es algo que te cambia la vida.
Y esto es madurar, saber contener todo lo que dirías si no fuera porque realmente amas. Porque amar implica sacrificio, implica querer aunque duela, implica dolor y sufrimiento. Implica no saber por qué alguien a quien quieres tanto te trata así cuando crees que no tienes la culpa y aún así querer en silencio, y seguir con la fuerza suficiente como para dar la otra mejilla a las personas que te dieron la vida y que supuestamente son las que deberían facilitártela.
Pero no, por desgracia madurar es darte cuenta de que tus padres también tienen defectos y que pedirles que cambien es algo muy egoísta. No estoy hablando de vanidades como el dinero, los estudios o el tiempo de salir. Estoy hablando de aceptar que tu modelo a seguir no era tan ideal como esperabas, y que debes aspirar a ser incluso mejor que tus padres para no continuar el círculo. Ser lo suficientemente equilibrado como para marcar tu propio ritmo sin sentirte superior ni mejor. No por nada, porque nadie es superior a nadie (todos hemos nacido por la misma causa y acabaremos del mismo modo, muertos). 

Así que podemos seguir con esta locura de vivir, con esta alegría de vivir, con esta fuerza de vivir cada día intensamente y dándonos a la vida y a esos mil millones de motivos por los que estás aquí, viviendo, sonriendo, cantando, bailando, 
o incluso... leyendo esto que es para ti.