domingo, 2 de noviembre de 2014

Déjame pintarte

No puedo evitar un cosquilleo cada vez que recuerdo la historia del niño que pintó el mar.
Era verano, el sol bañaba toda la costa. Los inocentes chicos se pasaban el día saltando las olas, guardando la arena entre sus uñas con la intención de construir un castillo en el que reinar. Corrían tras una pelota a la orilla, escuchando el mar cantar; apretaban las palas y golpeaban con fuerza. A veces volaban cometas con los pies en el suelo pero siempre mirando alto, alto, <<¡alto!>> gritaba esa señora, esa mujer, esa mamá que iba tras los niños. Todos se sentaban, comían bocadillos con sabor a sal y arena porque -aunque mamá los cuidaba de eso- era inevitable.

- ¿Por qué yo no tengo bocadillo?
- Porque tú no puedes tomar eso, mi amor.

Y el niño que pintó el mar se enfadaba porque quería ser como los demás, quería jugar, correr, saltar, comer. Pero había otros planes para él. Su misión era perfilar las lágrimas, sombrear esa carcajada resonante que sigue bailando por nuestra cabeza, tenía que teñir muchas vidas. Pasó su tiempo pensando que el hambre que tenía se podría haber curado de no haber sido celíaco. Pero no. 
No, mi querido Marcos. 
El hambre de vida no se sacia nunca. Pero tú has sabido calmarla aunque los folios se te quedaban pequeños, el papel te parecía escaso y te pasabas horas estudiando la manera de sacar el grafito y meterte dentro de un diminuto lápiz gastado.
Como ves, era inevitable que, viviendo en el planeta azul -donde cerca del 70 porciento de la superficie terrestre y aproximadamente el 65 porciento del cuerpo es agua- fueras elegido para pintar el mar.
Pobre Marcos, parece que la tierra no le es suficiente y ha tenido que ir a amarte. Quiero decir, a Marte.


Foto de sineestesia.

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