Me volví a montar y pedaleé hasta la orilla del río. Me senté entre las piedras y pensé que vendrías, pero sabía que no iba a pasar. ¿Escribí algo? (Lo compruebo, no escribí nada. Solo escuché música, solo moqueaba). Pasaron las horas. Me levanté, vi el cartel –el de esa foto–, me despedí. Volví a mi casa, todo estaba desperdigado. Me dolía tanto la garganta que llegaba hasta el estómago y sentía un puño que me apretaba lo de dentro, los órganos, la sangre. Aun así, me había gustado yo misma con esa actitud. Predispuesta a escuchar y a verme ágil. Siempre que me muevo sola lo soy, y mi belleza me pertenece, y nadie la mira.
Ese día se me olvidó muchas veces. A Mario le pareció precioso, le puso empeño y exclamaciones. A ti, desolador. Dos meses después estábamos ahí, como si nada hubiera pasado. Me dijiste: "No creas que no quería ir". Me jurabas: "No creas que no rabiaba de impotencia". Casi no podías respirar, casi no me respondías y a mí me daba igual ¿Qué era el silencio para mí? Un atracón, un polo atrayente, un contratiempo dulce, un choque tierno.
Y te lo había dicho a través de T.S. Eliot: "No dejaremos de explorar y al final de nuestra búsqueda llegaremos a donde empezamos y conoceremos el lugar por primera vez".
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