lunes, 26 de agosto de 2019

Pueblos de la costa


Yo solo escribo sobre lo que no puedo decir, Tomás. Ya te lo he dicho muchas veces y por eso no te había escrito nada hasta ahora. Porque antes me sentía capaz de sentarme en frente de ti y tocarte las manos mientras contaba algo así. Ahora me daría muchísima vergüenza, y mira que cuando conocimos casi te agarro los dedos. Ya sabes que yo no lo hago ni con mis amantes. Que me besen lo que quieran pero las manos no, eso sí que no.  Te lo comenté una vez que estabas extrañamente triste, que hablabas de la soledad “somos tan diferentes” decías “por eso no podemos ser amantes”. Leí en una ilustración de Paula Bonet que ella había tenido pocos, porque a pocos había amado. 

Tomás, no te echo de menos. Ante todo quiero que quede claro, aunque ya lo hemos acordamos. Para echar algo de menos algo tiene que ser, algo se tiene que perder y yo cuanto menos te veo más voy recuperándome. Sé que me habría lanzado contra ti hace unos meses, eso explica la animadversión de ti contra mí, un uno a uno. Tú estarías jugando con tus gestos, rascándote la nariz, tan distraído y pendiente del entorno. Contra eso, aprendí a ignorarte al menos los primeros quince minutos. Eso nos benefició a ambos. De repente, empezabas a apreciar mi compañía. Y yo me decía “estoy tan feliz de no haberme enamorado de ti, eres inmenso, grave, frágil, eres para mí una belleza insuperable e inimitable. Tengo tanto miedo de conocerte, de entenderte. Me das pavor. Tú naciste al otro lado del río y me condenas a querer cruzarlo, desde las entrañas”.

No lo entiendo, muchas cosas no me las explico y las otras simplemente no tienen razón de ser. Nunca te he visto de día. Cada vez que te veo es bajo la luz de las farolas, o de alguna estrella o satélite que a lo lejos parpadea. También te he visto en algún sitio bajo techo, siempre bebiendo algo, siempre algo a temperatura ambiente porque resulta que has estado hablando más de media hora y la bebida se ha aclimatado al calor del entorno. Tomás, tú miras a los camareros de ese lugar, con un leve gesto de los dedos y un indicio de frase en los labios y el camarero baila. Toda la noche de la ciudad te conoce.

En cambio, de ti no no se sabe ni de dónde eres, no quieres decirlo. Das alguna pista: mucho espacio vacío, poca gente. También imagino que de la costa porque una vez, en la azotea de casa de tu colega (ese que todo el rato habla de políticas migratorias pero no tiene ni idea de ideología), me dijiste: “¿hacia dónde se mira en una ciudad que no tiene mar?”. Yo no lo sé, Tomás. Yo te miraba a ti.

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