lunes, 4 de febrero de 2019

11. Sobre las instalaciones de la UPB

Iba a la universidad escuchando una entrevista a Gabriel García Márquez, acerca de secuestros  y volvía escuchando un monográfico de Woody Allen (cuando aún lo buscaba por cada ápice de cultura). Por el camino transcribía algunas frases y al llegar a casa conectaba ideas y pintaba mapas de pensamientos. Escribía en mi cuaderno hasta terminarlo, compraba otro y lo acababa. Al salir de la universidad -en el centro comercial donde canjeaba euros por pesos-, llegué a comprar hasta tres cuadernos. El más pequeño trataba de llevarlo a todas partes y a día de hoy, algunas palabras inconexas me hacen imaginarme qué quise transmitir. Como “autómatas del tabaco” el 3 de noviembre a las dos y media de la madrugada (en el Lleras) o el diez de diciembre “dormir a los pies del cielo” a las tres del mediodía (en un bar de la Guajira). Además pegaba recortes de envases, tíquets de compra o un número de teléfono arrugado que una chica le metió en el bolsillo del pantalón a Umbi. Es extraño que ahora sea la misma, ahora que necesito sentarme para que estas palabras sean, yo que escribía bailando. Cómo no hacerlo en Medellín. Cómo no hacerlo en la UPB.

Varias personas me escribieron burlándose de la supuesta contradicción del nombre: Universidad Pontificia Bolivariana. Yo me enamoré de ella durante seis meses, fue sin duda una relación que solo pudo quebrar la distancia y que aún mantengo como un paraíso idílico. La rutina me seducía cada día entre tantas posibilidades, al pasar mi carnet por las máquinas y adentrarme en el campus. Veía el césped, veía la diversidad entre las personas, las múltiples actividades y me crecían las ganas de nacer, como una flor de una fruta o una fruta de una flor. Entraba a la biblioteca, me sentaba a leer, me tumbaba en los sillones, salía a la puerta y en pleno sol me adentraba en todas las líneas. Veía los cuerpos, miraba a la gente a los ojos (como solo me enseñaron los latinos), me preguntaba y me inventaba respuestas. Algunas tardes acababa a las cuatro, recorría los edificios hasta las ocho y después aprendía distintos bailes gracias a las clases que impartía Amador. Llegaba a clase extasiada de conocimiento y de todo lo que mis profesores y compañeros me habían regalado a lo largo del día.


En julio, cuando llegué, me habían hecho un plan poco adecuado para mis estudios, con asignaturas de más y horarios imposibles. En mi facultad estaban de vacaciones así que durante unos meses estuve asistiendo a asignaturas sin saber si me las convalidarían o no. No obstante, el primer día me prestaron toda la ayuda para adecuarme al plan, además de recomendarme algunos profesores. Ellos me enseñaron a amar más, no solo el periodismo, sino el pensar.


continuará...

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