Yo solo escribo sobre lo que no puedo decir, Tomás. Ya te lo
he dicho muchas veces y por eso no te había escrito nada hasta ahora. Porque
antes me sentía capaz de sentarme en frente de ti y tocarte las manos mientras
contaba algo así. Ahora me daría muchísima vergüenza, y mira que cuando conocimos casi te agarro los dedos. Ya sabes que yo no lo hago ni con mis
amantes. Que me besen lo que quieran pero las manos no, eso sí que no. Te lo comenté una vez que estabas
extrañamente triste, que hablabas de la soledad “somos tan diferentes” decías
“por eso no podemos ser amantes”. Leí en una ilustración de Paula Bonet que
ella había tenido pocos, porque a pocos había amado.
Tomás, no te echo de menos. Ante todo quiero que quede
claro, aunque ya lo hemos acordamos. Para echar algo de menos algo tiene
que ser, algo se tiene que perder y yo cuanto menos te veo más voy
recuperándome. Sé que me habría lanzado contra ti hace unos meses, eso explica la animadversión de ti contra mí, un uno a uno. Tú estarías jugando con tus gestos, rascándote
la nariz, tan distraído y pendiente del entorno. Contra eso, aprendí a
ignorarte al menos los primeros quince minutos. Eso nos benefició a ambos. De
repente, empezabas a apreciar mi compañía. Y yo me decía “estoy tan feliz de no
haberme enamorado de ti, eres inmenso, grave, frágil, eres para mí una belleza
insuperable e inimitable. Tengo tanto miedo de conocerte, de entenderte. Me das
pavor. Tú naciste al otro lado del río y me condenas a querer cruzarlo, desde
las entrañas”.
No lo entiendo, muchas cosas no me las explico y las otras
simplemente no tienen razón de ser. Nunca te he visto de día. Cada vez que te veo es bajo la luz de las farolas, o de alguna estrella o satélite
que a lo lejos parpadea. También te he visto en algún sitio bajo techo, siempre
bebiendo algo, siempre algo a temperatura ambiente porque resulta que has estado hablando más
de media hora y la bebida se ha aclimatado al calor del entorno. Tomás, tú
miras a los camareros de ese lugar, con un leve gesto de los dedos y un indicio
de frase en los labios y el camarero baila. Toda la noche de la ciudad te
conoce.
En cambio, de ti no no se sabe ni de dónde eres, no quieres
decirlo. Das alguna pista: mucho espacio vacío, poca gente. También
imagino que de la costa porque una vez, en la azotea de casa de tu colega (ese
que todo el rato habla de políticas migratorias pero no tiene ni idea de
ideología), me dijiste: “¿hacia dónde se mira en una ciudad que no tiene mar?”.
Yo no lo sé, Tomás. Yo te miraba a ti.
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