Mi madre grita desde su cuarto de baño que me
acerque a ver cómo va el horno. Me levanto desganada de mi escritorio y voy directamente a comprobar la temperatura. Mi madre vuelve a gritarme y con desaire le respondo -gritando yo también- que lo
estaba haciendo, y que aún le falta. Mi madre calla. He descubierto que en Navidad
vuelve a dominarme como si no pasaran entre nosotras los años. No sólo me
organiza los días, me critica la ropa o me exige ordenar el cuarto; me hace
gritar. Eso es lo más grave. Desde que me independicé, no he vuelto a alzarle a
nadie la voz.
Vuelvo por el pasillo, veo los
mismos cuadros desde hace años, algunos desde antes de que yo naciera. Este
hogar es un museo de nuestra memoria. Abro la puerta de mi cuarto y escucho a mi
madre desde el salón bramando a mi hermano halagos exagerados. Cierro tras de
mí y respiro profundamente, con un dramatismo dengoso. Anoche mi abuela me
recordó que lo mas importante en estas fechas es tomarme mi tiempo. Inspiro y espiro. Trato de pensar en blanco. Cierro los ojos. Los abro cuando la puerta me golpea brutalmente en la
espalda.
-Sí que estaba caliente- dice mi madre tratando de meter la cabeza en mi habitación. Recuerdo entonces la segunda recomendación de mi abuela; romper algún plato, y la tercera; meterme en la ducha incluso con ropa.