Irene me dice que ha vuelto a tener esa sensación: la de que la ciudad es demasiado inmensa. Hace sol, ella está en un sillón y yo en una mecedora que hemos arrastrado a la terraza.
–No me pasaba desde que llegué a Madrid hace años. Esta mañana miraba a lo lejos, y veía esos edificios... Son tantos.
Echa de menos salir del piso y no saber qué va a pasarle. Dice que en Madrid no se pueden tener expectativas, que no se pueden elaborar planes. Pero no deja de programar:
–Cuando acabe la cuarentena quiero jugar a la botella, quiero morrearme con todo el mundo– me dice. Y me explica lo guapo que era el chico más guapo con el que ha tenido sexo, y me confiesa que no sabe qué supone realmente tener novio. Porque solo echa de menos dos cosas: salir a cenar y que la abracen. Aunque esas dos cosas también las puede hacer con su hermano, sus amigos o un chico que conozca en Medias Puri.
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Es muy raro poder vivir el ahora sin ahogarnos en lo frenético, sin conocer algo o alguien nuevo, depositando en el ordenador nuestras esperanzas. Es muy extraña nuestra nueva relación con la casa. Es muy caótico ordenar los días sin caminar de un lado a otro. Es impensable hacer otra cosa por el momento. Somos una privilegiadas. Y ya nos hemos aprendido la coreografía de Con Altura.