adelgazado,
embellecido, callado, soportado, enmudecido, en-nerud-ado, adaptado, alicatado,
cojeado, se ha cortado el pelo, ha comido atún en lata, masticado chicle
mascado, aprendido a tocar love me tender,
visto Juego de Tronos hasta el final, dormido tres horas, se ha depilado las
axilas en un baño de bar, ha leído a Jodorowsky, comprado un póster de Van
Gogh, o peor aún, ha comprado un vinilo de Pale
Saints con la finalidad de colgarlo en la pared
para que su amor
todopoderoso, sanguijuela de complejos, entendimiento
supino, omnipresente, Alá, abrazo de serpiente;
para que su amor la quiera más, lo quiera más y más, hasta
estallar de amor, hasta ser padres primerizos de un sentimiento sin
precedentes, hasta ser Frédéric Chopin creando Nocturne en mi bémol; tranquilamente, Adanes y Evas con un ombligo
inmenso que aman hasta extasiarse, volcanes de amor juntos, nunca más
separados.
El amor que todo-lo-puede, como una sola palabra, el falso
amor sinónimo de identidad; se apodera de la del otro. Como diría mi abuela (si esto no fuera una cita ficticia): “No
queremos agua de caldo, queremos muslos de pollo.”
Queremos el amor de aprenderse, de conflicto, debate, discrepancia, imperecedera conversación; queremos el amor torpe que compra discos para escucharlos y no como ornamentación. Por respeto a ellos y al amor.
Si me cambié de ciudad por amor, lo volvería a hacer otra vez. Reescribir los textos para cautivarte, incluso los que no te incluían en el destinatario ya quedó en el pasado. Continuidad en las aceras de mis sesos, continuidad en mis augurios precordiales, continuidad (también) en los parques y yo viendo caer los días sin comprender porque no es suficiente ofrecerte el alma. Que son mis escritos. Que no los valoras quizá.
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