(Encuentro en la Oficina de Migración, Colombia)
Se va formando una cola que llega hasta la puerta, donde el
guardia da paso a otras personas. Dentro, varios idiomas se entrelazan y se reproduce
una sinfonía de murmullos burocráticos, grillos vestidos de traje y corbata.
- José Pérez Cabeza- dice una voz firme y tranquila
pronunciando la “z” como una “s” que silba. Las palabras salen de un hombre
pálido, situado en la mesa de la izquierda; en el centro está un hombre negro
con barba; a la derecha, otro con piel casi indígena. Parece que de una mirada
a los empleados se ve representado lo que en Medellín se encuentra.
Varios nombres van formulándose en el ambiente. Nicole Mary
se levanta para rellenar unos papeles, Claudia Helena, José, Kevin. Un hombre
alto, rubio y de ojos claros se pasea con una afroamericana que sonríe para
iluminar el local, tratando de hacer parpadear la luz de flexo enfermiza.
Augusto Pérez se dirige a la oficina decidido, con su pasaporte en la mano. Me
nace lanzar una mirada a la fila infinita de personas que aquí son números con
características particulares. Un extranjero de pelo cenizo se rasca la cabeza y
a su alrededor todos buscan en el móvil la salvación a esta espera que ahoga.
En el lecho de muerte, los presentes recordaremos las horas perdidas en el coma
de la administración.
A mi lado un padre de familia mira fijamente a los presentes
en la sala. Iba delante de mí en el primer trámite, por lo que no pude evitar
escuchar su historia. Es venezolano y aquí, en Colombia, residen su mujer y su
hija. Hablaba con educación y desespero. A borbotones, casi con miedo de
olvidar decir la palabra que la nacionalidad pueda concederle. Él seguramente
solo desee huir del miedo, de este sinvivir de no recibir el abrazo de un
hogar, de una patria, de un volver para quedarse. Su expresión se transforma al
ver a una niña pasar. Sonríe hasta que se le ahogan los ojos.
Escucho mi nombre y de un sobresalto por la alusión, me
incorporo del asiento. Doy unos cuantos pasos y me siento frente al hombre de
rasgos nativos. Sin ningún romanticismo, el papel que tengo delante flirtea
conmigo. En una sola página ya me sonsaca mi nacionalidad, número de teléfono y
estado civil. No se contenta con eso: me pregunta qué y dónde estudio, altura,
constitución física. No se queda contemplando mi mirada; me pregunta
directamente el color de ojos. Tampoco me acaricia el pelo, me exige definir su
tonalidad. La textura de mi piel no le importa, el tipo de sangre sí. Quiere
saber mi lenguaje. No desde mis giros sarcásticos hasta mi acento sureño: únicamente
el idioma frío.
Teclean mis datos para otorgarme una nueva tarjeta, ahora
estoy divida en dos identidades. Soy el superhéroe que llega de otro país para
salvarse a sí mismo de la ignorancia, de la tranquilidad, de la zona de confort.
Como una gota que cae rítmicamente sobre la cabeza de un
torturado, veo a estas personas teñirse de gris, enfrascadas en ordenadores,
jugando a marcar el ritmo con los ratones. Olvidan que, los de verdad –amantes
del queso que huyen de los gatos-, están ahí fuera disfrutando de la absoluta
libertad.
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