No puedo evitar un cosquilleo cada vez
que recuerdo la historia del niño que pintó el mar.
Era verano, el sol bañaba toda la
costa. Los inocentes chicos se pasaban el día saltando las olas,
guardando la arena entre sus uñas con la intención de construir un
castillo en el que reinar. Corrían tras una pelota a la orilla,
escuchando el mar cantar; apretaban las palas y golpeaban con fuerza.
A veces volaban cometas con los pies en el suelo pero siempre mirando
alto, alto, <<¡alto!>> gritaba esa señora, esa mujer,
esa mamá que iba tras los niños. Todos se sentaban, comían
bocadillos con sabor a sal y arena porque -aunque mamá los cuidaba de eso-
era inevitable.
- ¿Por qué yo no tengo bocadillo?
- Porque tú no puedes tomar eso, mi
amor.
Y el niño que pintó el mar se
enfadaba porque quería ser como los demás, quería jugar, correr,
saltar, comer. Pero había otros planes para él. Su misión era
perfilar las lágrimas,
sombrear esa carcajada resonante que sigue bailando por nuestra
cabeza, tenía que teñir muchas
vidas. Pasó su tiempo pensando que el hambre que tenía se podría
haber curado de no haber sido celíaco. Pero no.
No, mi querido
Marcos.
El hambre de vida no se sacia nunca. Pero tú has sabido calmarla
aunque los folios se te quedaban pequeños, el papel te parecía
escaso y te pasabas horas estudiando la manera de sacar el grafito y
meterte dentro de un diminuto lápiz gastado.
Como
ves, era inevitable que, viviendo en el planeta azul -donde cerca
del 70 porciento de la superficie terrestre
y aproximadamente el 65 porciento del cuerpo es agua- fueras
elegido para pintar el mar.
Pobre
Marcos, parece que la tierra no le es suficiente y ha tenido que ir a
amarte. Quiero decir, a Marte.
Foto de sineestesia.
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