Iba a la universidad escuchando una entrevista a Gabriel
García Márquez, acerca de secuestros y
volvía escuchando un monográfico de Woody Allen (cuando aún lo buscaba por cada
ápice de cultura). Por el camino transcribía algunas frases y al llegar a casa
conectaba ideas y pintaba mapas de pensamientos. Escribía en mi cuaderno hasta
terminarlo, compraba otro y lo acababa. Al salir de la universidad -en el
centro comercial donde canjeaba euros por pesos-, llegué a comprar hasta tres
cuadernos. El más pequeño trataba de llevarlo a todas partes y a día de hoy,
algunas palabras inconexas me hacen imaginarme qué quise transmitir. Como “autómatas del tabaco” el 3
de noviembre a las dos y media de la madrugada (en el Lleras) o el diez de
diciembre “dormir a los pies del cielo” a las tres del mediodía (en un bar de la
Guajira). Además pegaba recortes de envases, tíquets de compra o un número de
teléfono arrugado que una chica le metió en el bolsillo del pantalón a Umbi. Es extraño que ahora sea la misma, ahora que necesito sentarme para
que estas palabras sean, yo que escribía bailando. Cómo no hacerlo en Medellín.
Cómo no hacerlo en la UPB.
Varias personas me escribieron burlándose de la supuesta
contradicción del nombre: Universidad Pontificia Bolivariana. Yo me enamoré
de ella durante seis meses, fue sin duda una relación que solo pudo quebrar la
distancia y que aún mantengo como un paraíso idílico. La rutina me seducía cada
día entre tantas posibilidades, al pasar mi carnet por las máquinas y
adentrarme en el campus. Veía el césped, veía la diversidad entre las personas,
las múltiples actividades y me crecían las ganas de nacer, como una flor de una
fruta o una fruta de una flor. Entraba a la biblioteca, me sentaba a leer, me
tumbaba en los sillones, salía a la puerta y en pleno sol me adentraba en todas
las líneas. Veía los cuerpos, miraba a la gente a los ojos (como solo me
enseñaron los latinos), me preguntaba y me inventaba respuestas. Algunas tardes
acababa a las cuatro, recorría los edificios hasta las ocho y después aprendía
distintos bailes gracias a las clases que impartía Amador. Llegaba a clase
extasiada de conocimiento y de todo lo que mis profesores y compañeros me
habían regalado a lo largo del día.
En julio, cuando llegué, me habían hecho un plan poco
adecuado para mis estudios, con asignaturas de más y horarios imposibles. En mi
facultad estaban de vacaciones así que durante unos meses estuve asistiendo a
asignaturas sin saber si me las convalidarían o no. No obstante, el primer día
me prestaron toda la ayuda para adecuarme al plan, además de recomendarme
algunos profesores. Ellos me enseñaron a amar más, no solo el
periodismo, sino el pensar.
continuará...
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