Lo que menos me gustó del viaje al centro de tu tierra no fue
encontrar todo ese campo sin arar. No fue toda esa arenilla maltrecha; deseosa
de sol, de agua, de abono natural. Te aseguro que me habría sentado a la sombra
de un ciprés -alargada o no-, esperando a que trajeras materiales para que juntos pudiéramos teñir de verde el
marrón.
Lo que menos me gustó fue que no quisieras; fue que me
increparas que estaba ahí sentada. Que escupieras tanta exclamación sobre mis
piernas ¡Habría sido tan sencillo exponerlas sobre el campo! Nos habríamos
ahorrado meses de hidratación.
“¡Me dejas el trabajo sucio!” decías. Manchabas mis rodillas
de saliva templada. El calor me derretía. “¿No hay ninguna casa cerca? ¿No hay arroyos?”
susurraba mi voz alicaída. Tú me fruncías el ceño hasta que todo tu pelo anegaba
tu rostro. Ya no encontraba ojos ni boca. No tenía claro a quién dirigirme, por
eso impulsé mi cuerpo a levantarme…
Y estando de pie, te pusiste a llorar, a sudar, a regar lo
que ya estaba empantanado de nuestro barro, dejando -tras de ti- la peor de las
cosechas.
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